El salvador levantó la voz y dijo, con incomparable majestad:
"¡Conozcan todos que la gracia sigue a la
tribulación. Sepan que sin el peso de las aflicciones no se llega al colmo de
la gracia. Comprendan que, conforme al acrecentamiento de los trabajos, se
aumenta juntamente la medida de los carismas. Que nadie se engañe: esta es la
única verdadera escala del paraíso, y fuera de la cruz no hay camino por donde
se pueda subir al cielo!"
Oídas estas palabras, me sobrevino un ímpetu poderoso
de ponerme en medio de la plaza para gritar con grandes clamores, diciendo a
todas las personas, de cualquier edad, sexo, estado y condición que fuesen:
"Oíd pueblos, oíd, todo género de gentes: de
parte de Cristo y con palabras tomadas de su misma boca, yo os aviso: Que no se
adquiere gracia sin padecer aflicciones; hay necesidad de trabajos y más
trabajos, para conseguir la participación íntima de la divina naturaleza, la gloria
de los hijos de Dios y la perfecta hermosura del alma."
Este mismo estímulo me impulsaba impetuosamente a
predicar la hermosura de la divina gracia, me angustiaba y me hacía sudar y
anhelar. Me parecía que ya no podía el alma detenerse en la cárcel del cuerpo,
sino que se había de romper la prisión y, libre y sola, con más agilidad se había de ir por el mundo, dando voces:
"¡Oh, si conociesen los mortales qué gran cosa es la gracia, qué hermosa, qué noble,
qué preciosa, cuántas riquezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos
y delicias! Sin duda emplearían toda su diligencia, afanes y desvelos en buscar
penas y aflicciones; andarían todos por el mundo en busca de molestias,
enfermedades y tormentos, en vez de aventuras, por conseguir el tesoro último
de la constancia en el sufrimiento. Nadie se quejaría de la cruz ni de los
trabajos que le caen en suerte, si conocieran las balanzas donde se pesan para
repartirlos entre los hombres."
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