El último adviento de San Juan de la Cruz
es el que vive en Úbeda, en 1591, enfermo en su celda y doliente. Muere en ese
adviento. La esperanza y la alegría de San Juan de la Cruz se han ido
desarrollando de una manera estupenda a lo largo de toda su vida. Juan de la
Cruz era apacible, alegre, afable, enemigo de la melancolía en si y en los
otros. No se reía descompasadamente, sino con una afabilidad que tocaba, pegaba
alegría. Procuraba que sus súbditos no saliesen nunca tristes de su presencia.
Era alegre, optimista. Ve el mundo vestido de alegría y hermosura, "de
aquella infinita hermosura sobrenatural de la figura de Dios (que el Verbo),
cuyo mirar viste de hermosura y alegría el mundo y a todos los cielos (CE 6,1).
¡Qué bonito es verlo todo vestido y derramando la alegría de Dios, todo vestido
y derramando Encarnación y Navidad!
Alegría que nace, como de su fuente, de su
esperanza viva, de su gran esperanza. San Juan de la Cruz hizo suya la
exhortación de San Pablo: Vivid alegres en la esperanza (Rom 12,12). San Juan
de la Cruz era un hombre de espera en Dios. Vivía alegre porque vivía de la
esperanza. Alégrese y fíese de Dios, espere en Dios, es la consigna que da a su
hija espiritual, Juana de Pedraza.
Pues bien, esa esperanza y esa alegría,
actitudes esenciales del adviento, se intensifican y llegan a cotas altísimas
en el último adviento de su vida, vivido en Úbeda, en lo fuerte de su
enfermedad. En algún sentido, debió sufrir un calvario más doloroso que el de
la cárcel de Toledo, El Prior del convento, el P. Juan Crisóstomo, por una
especie de venganza, le trata muy mal, le mortifica todo lo que puede, hasta le
quita el enfermero porque trata al enfermo con mucha caridad y mimo. Este se
queja al Provincial, el P, Antonio de Jesús, que viene a Úbeda el 27 de
noviembre, víspera del aniversario de la inauguración de la vida descalza por
él y San Juan de la Cruz en Duruelo. Los frailes, como es natural,
le preguntan por aquella gesta gloriosa y el P. Antonio cuenta detalles. San
Juan de la Cruz, en un alarde de humildad, le dice: Padre ¿es esa la palabra
que me ha dado de que en nuestra vida no se había dar tratar ni saber nada de
eso?
Crece su alegría y su esperanza a medida
que avanza la enfermedad. Juan de la Cruz demuestra una esperanza y una alegría
y una paz que admiran a todos, frailes y seglares. Hasta el Prior cambia de
actitud para con él. La víspera de la Inmaculada se agravó y el médico dice que
hay que advertirle que puede morir en cualquier momento. El P. Alonso de la
Madre de Dios se lo notifica. ¿Qué me muero? dice, y, juntando las manos ante
el pecho, exclama con rostro alegre: Laetatus sum in his quae dicta
sunt mihi. In domum Domini ibimus. Ese día la Virgen le revela que
morirá en sábado, como sucedió.
Pasado un rato, comenzamos los que
estábamos allí a andar de prisa y como turbados, hojeando el breviario o manual
para hacer la recomendación del ánima. Lo cual, visto por él, nos dijo con
grande sosiego y paz: Déjenlo por amor de Dios y quiétense. Cuando van a
rezarle la recomendación del alma, él agonizante, que espera tranquilo la
muerte como una continuación de su vida de amor, pide afablemente: Léame el
Cantar de los Cantares, que eso no es menester. Y, cuando le están leyendo los
versos del libro, comenta ¡Oh, qué preciosas margaritas!
La esperanza de ir al cielo, que se apoya
en el amor de Dios que nunca falta, es una esperanza de gloria y ciertísima,
esperanza del cielo tanto alcanza cuanto espera, y así, cuando oye las campanas
de la Iglesia del salvador, pregunta: ¿a qué tañen? A maitines, le dicen
¡Gloria a Dios, que al cielo los iré a decir!
Los maitines que Juan de la Cruz va a
cantar al cielo son los de nuestra Señora, ya que en ese día, en el que él iba
a morir, se celebraba la liturgia de Santa María en sábado.
Esta nota de amor mariano no era algo
improvisado sino culminación de una devoción vivida larga e intensamente. Al
deseo del cielo le llevaba suavemente la devoción a María. Solía decir que
"por pequeña que fuese la imagen de la Virgen nuestra Señora pintada,
cuando la miraba, le causaba aquel amor, respeto y claridad en el alma, como si
la viera en el cielo" (BMC 14,168).
San Juan de la Cruz muere el 14 de diciembre
de 1591, en plena celebración del Adviento, que para él, aquel año, acabó
anticipadamente, convirtiéndose, con la muerte que es el último nacimiento de
Jesús en cada uno, en una Navidad definitiva. Vio colmadas su esperanza y su
alegría de Navidad. Murió de amor.
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